
El capitalismo libertario, defendido por el profesor Huerta de Soto y por el presidente Milei, prioriza la libertad individual, los derechos de propiedad y los mercados completamente libres de intervención gubernamental. Cualquier regulación, subsidio o control de precios se considera una violación de estos principios. Por ello, la Estrategia Farmacéutica Europea se vería no solo como un «ataque» a la libertad, sino como una intervención estatal ilegítima y perjudicial en el libre mercado y en los derechos individuales.
Para un libertario, la propiedad intelectual (patentes, derechos de autor) es una forma de derecho de propiedad privada tan legítima como la propiedad física. Cualquier intento de reducir la duración de las patentes, forzar el acceso a datos o permitir la producción de genéricos sin el consentimiento del propietario se vería como un robo o una expropiación. La capacidad de una empresa para beneficiarse plenamente de su invención es un derecho fundamental derivado de su libertad para crear y comerciar.
La intervención en los precios o en los términos de negociación (como la compra conjunta obligatoria) se considera una violación de la libertad contractual. Las empresas y los compradores deberían ser libres de acordar precios y condiciones sin coerción externa. Desde esta visión, el mercado, dejado a su aire, es el mecanismo más eficiente para asignar recursos e incentivar la innovación. Cuando el gobierno interviene para controlar precios o forzar el acceso, está distorsionando las señales del mercado.
Según este punto de vista, la reducción de la protección de la Propiedad Intelectual o la presión sobre los precios elimina el incentivo económico fundamental para que las empresas inviertan en la arriesgada y costosa investigación y desarrollo de nuevos medicamentos. ¿Por qué una empresa gastaría miles de millones si no puede asegurar un retorno adecuado de su inversión? Esto no «fomenta» la innovación, sino que la sofoca, llevando a menos medicamentos nuevos y de menor calidad a largo plazo, perjudicando finalmente a los pacientes.
El libertarismo enfatiza la soberanía del individuo. Medidas que restringen la capacidad de los pacientes para acceder a ciertos tratamientos (si las empresas deciden no comercializarlos por falta de rentabilidad) o que limitan las opciones de las farmacéuticas se verían como actos de coerción. La idea de que el Estado «garantiza el acceso» a medicamentos asequibles se percibe como una ilusión. El Estado no crea riqueza; solo la redistribuye o la extrae de otros. El «acceso garantizado» a bajo costo significaría que alguien más (los innovadores, los contribuyentes) está siendo forzado a asumir una carga que no eligió libremente.
Los libertarios son inherentemente escépticos de la capacidad del gobierno para gestionar eficazmente cualquier sector, especialmente uno tan complejo y dinámico como el farmacéutico. Las regulaciones, la burocracia y la centralización de las compras se consideran ineficientes, lentas y propensas a errores y corrupción, en contraste con la agilidad y la eficiencia del sector privado impulsado por la competencia. La idea de que el Estado debe «proteger» a los ciudadanos o «garantizar» su acceso a la salud se ve como una forma de paternalismo que socava la responsabilidad individual. Los individuos deberían ser libres de tomar sus propias decisiones de salud y económicas, y asumir los riesgos y beneficios de esas decisiones, sin la «guía» o coerción del gobierno.
Por todo ello, desde la visión capitalista libertaria, la Estrategia Farmacéutica Europea no sería vista como una política para mejorar la salud pública, sino como un ejemplo clásico de extralimitación gubernamental que, al ignorar los derechos de propiedad, la libertad de contrato y los principios del libre mercado, inevitablemente reducirá la innovación, la eficiencia y, en última instancia, perjudicará a la propia salud de la sociedad al destruir los incentivos que realmente impulsan el progreso médico.