Trascendencia

Es posible que el deseo de trascendencia nos impulse hacia la genialidad; conseguir hacer cosas que nos permitan permanecer en la memoria de los hombres, en la memoria de la humanidad. Contribuir a la formación del acerbo cultural colectivo, del inconsciente colectivo de los que nos seguirán en la vida.

Claro que, si no percibimos en vida que esto será así, que lo que hacemos nos dará la trascendencia deseada, no servirá de nada.

¿Que habría pasado si Van Gogh, que no pudo vender ni un cuadro suyo en vida, hubiera percibido la huella que dejaría en este mundo? ¿O Schubert? O tantos otros genios, artistas, científicos, escritores y poetas… cuyas obras no fueron reconocidas en vida. No vivieron su trascendencia. No gozaron de su trascendencia.

Y al revés, famosos y alabados durante su vida que acabaron en el ostracismo de la historia.

Pero la verdadera trascendencia se produce cuando nos trascendemos hacia nosotros mismos, cuando nos realizamos, cuando desarrollamos nuestra potencialidad intelectual, emocional, espiritual y social. Esta es la verdadera trascendencia. Esto es lo que nos aportará la paz a nuestro espíritu y la alegría en nuestra vida. Desarrollar nuestras virtudes y ayudar a desarrollar las de los demás. Poner de manifiesto, poner en valor, lo mejor de nosotros mismos y lo mejor de los demás.

Esta ley de vida es la que realmente va a permitir que demos lo mejor de nosotros mismos. Como artistas, científicos, escritores y poetas… como padres, abuelos, maestros y amigos. Y aunque nuestro recuerdo se borre de los que nos siguen, la virtud, el valor, la bondad, la belleza y el amor que dimos, mostramos y enseñamos, irán pasando de unas almas a otras y nosotros permaneceremos en ellos y seremos parte del acervo común de la humanidad.

Y nuestro espíritu quedará libre gozando de la energía divina.

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