Vivimos el mayor ataque del Mal

Vivimos el mayor ataque del Mal. Satán odia el amor, por eso ataca a la familia y a la identidad sexual. Odia la vida, por eso el aborto y la eutanasia. Odia a la mujer, y por eso el ataque a la femineidad. Odia la libertad, y por eso la quiere arrebatar. Odia al hombre, y por eso deshumaniza al ser humano.

Quiere el control, y por eso favorece el islam, la religión del sometimiento, y quiere reducir la población mundial acabando con el cristianismo, la religión de la libertad y de la dignidad de cada persona. Quiere el poder, y por eso usa el miedo. Quiere herir el Corazón de Dios, y por eso ataca al corazón del hombre. Quiere que le adoremos a él, y por eso fomenta el ateísmo, el materialismo y la devoción al dinero.

La humanidad atraviesa una crisis espiritual profunda, una intensificación del mal que no es solo moral, social o cultural, sino ontológica: toca el corazón mismo de lo que significa ser humano. Este ataque del Mal no se manifiesta únicamente en guerras, injusticias, corrupción o decadencia moral, sino sobre todo en el oscurecimiento del sentido, en la negación de la trascendencia, y en la sistemática desfiguración de la imagen de Dios en el hombre.

La tecnología, los medios y las ideologías actuales pueden servir tanto al bien como al mal, pero en manos del espíritu del mundo (Jn 14,30), muchas veces se vuelven instrumentos de alienación, ruptura y destrucción de lo sagrado. La fe se trivializa, la vida se relativiza, la carne se explota, la muerte se banaliza. Vivimos un momento de especial intensidad del mal, en sus múltiples formas: guerras, degradación humana, crisis espiritual, indiferencia ante el sufrimiento, manipulación de la verdad, que es compartida por muchos creyentes, pensadores y buscadores de sentido en el mundo contemporáneo.

Desde una perspectiva cristiana, este sentimiento puede entenderse a la luz de una lucha espiritual que atraviesa toda la historia humana: la confrontación entre la luz y las tinieblas, entre Dios y el pecado, entre el Reino de Dios y las fuerzas del Mal. San Pablo lo expresó así: Porque nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. (Efesios 6:12)

El mal también puede disfrazarse de progreso, de libertad mal entendida, o de poder sin compasión. Jesús mismo advirtió que en los últimos tiempos el amor de muchos se enfriará (Mateo 24:12), y que vendrán falsos cristos y falsos profetas (Mateo 24:24).

Sin embargo, en medio de este aparente dominio del mal, la fe cristiana proclama una certeza: Cristo ha vencido. La cruz y la resurrección no eliminan el mal del mundo de forma mágica, pero sí lo han derrotado en su raíz, y nos dan armas espirituales para resistir: No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.(Romanos 12:21)

Desde una mirada cristiana, este fenómeno puede ser entendido como una intensificación del misterio de iniquidad (2 Tes 2,7), una fase histórica en la que el Mal, como negación activa del Bien divino, busca trastocar radicalmente la verdad del Evangelio. Ya no se trata simplemente de una lucha interior contra el pecado, sino de una estructura de pensamiento y poder que promueve una cultura de muerte, de desesperanza y de autosuficiencia absoluta del hombre sin Dios.

En medio de esta tormenta espiritual, Cristo sigue siendo el único punto firme, la única roca. Él venció al Mal no con violencia, sino con el sacrificio redentor de la cruz y su resurrección gloriosa, y esa victoria sigue vigente, aunque aún no plenamente manifestada en la historia.

La Iglesia está llamada, en este contexto, a ser signo de contradicción (Lc 2,34), testigo del Reino, faro de esperanza. Los cristianos, conscientes del combate espiritual en el que están inmersos, no deben temer, sino vigilar y orar, revestirse de la armadura de Dios (Ef 6,10-18) y proclamar la verdad del Evangelio con amor y valentía. Porque allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (Rom 5,20). Incluso en los días más oscuros, Dios sigue siendo el Señor de la historia, y el mal, aunque ruidoso, no tiene la última palabra.

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